Semana 4 - Incumplimiento

¿Cuánto duré? 3 semanas, porque a la cuarta ya rompí con mi promesa. Me afectó el feriado, que me desorientó y me olvidé completamente.

Y, para colmo de males, no tengo nada para contar... ¿improviso? Dale, improviso.


En el aula de 2ºB, en un hueco de la madera entre el piso y el sócalo, había un lápiz. Un lápiz muy pequeño, y antiguo... nadie era capaz de precisar quién había sido el dueño o cómo ese lápiz había ido a parar a semejante lugar.
Varias historias circulaban alrededor del útil escolar: que su dueño, había sido un niño que estaba copiándose en un examen, y en un momento de descuido, la voz estridente de la maestra le llamó la atención, haciendo que saltara de su asiento y el lápiz cayera al piso, y rodando, fuera a parar en ese mismo lugar. La maestra reprendió severamente al alumno, con el apoyo de la directora, y ya nadie volvió a saber de él. Otros decían que un chico sufrió una crisis nerviosa, debido al estrés de la primaria, y comenzó a sacarle punta a un lápiz. A todo momento, sacaba punta. La maestra, fuera de sí, le quitó el lápiz con vehemencia y lo arrojó contra la pared, picó al piso, rodó y cayó en el agujero.
Una tercer leyenda, hablaba de la maldición del lápiz: quien lo tocara, tendría mala suerte por tres años, repitiendo durante ese lapso, el 2º grado.

Miguelito era nuevo en la escuela, sus padres se habían mudado a una casa más chica y lo cambiaron en mitad de año a un establecimiento más cercano. No había escuchado todas esas historias, ni tampoco habría podido indicar cuál era el lápiz en cuestión. Solo estaba seguro de algo: estaba en medio de la prueba de matemáticas y se le había roto la punta del lápiz. La maestra Claudia era la más temida de todas las maestras, no aceptaba errores, disculpas, no toleraba que alguien no tuviera el material para trabajar. Y eso era exactamente lo que le pasaba a él... era despistado, y como tal, perdía la goma, el cuaderno... la cartuchera entera. Y como trofeo, el grito de Claudia, la nota en el cuaderno de comunicaciones, tarea extra y la cara poco alegre de sus padres.
Pero Miguelito se había preparado, había puesto sus útiles ordenados de menor a mayor en la cartuchera, revisó que el cuaderno tuviera hojas, sacó punta todos los lápices, incluso a los de colores que no iba a usar, y usó la goma hasta que quedó blanca de nuevo.
Miró de reojo a Joaquín. El chico estaba sentado en la otra punta, y sobre el banco, estaba su sacapuntas. Se lo había pedido esa mañana y no se lo había devuelto. Sabía que era imposible razonar con Claudia, explicarle lo acontecido y solicitarle a Joaquín que le devolviera lo que no le pertenecía. También sabía lo mucho que la maestra odiaba que escribieran con colores a menos que ELLA lo indicara... y este no era el caso. Observó al resto de sus compañeros, todos enfrascados en su hoja, pensando o haciendo de cuenta que pensaban. Miró el piso: un par de chicles, pedazos de papeles, una moneda de cinco centavos (rogó internamente porque nadie la agarrara hasta el recreo) y un pañuelo de papel hecho un bollo. Cuando estaba por caer una lágrima sobre su cuaderno, vio, en un hueco entre la madera del sócalo y el piso, un pequeño lápiz azul, lleno de pelusas.
No era factible que pudiera rescatarlo sin que Claudia se diera cuenta, así que extendió un tembloroso brazo por encima de la cabeza y esperó.
Como dos agujas afiladas, sintió la mirada de la maestra sobre su persona.
-¿Sí, Tavadeo?
-Señorita, se me cayó el lápiz.
-¿No tiene otro?
-No...-pareció meditarlo.
-Está bien, agárrelo. Pero que sea la última vez, Tavadeo, sino, se lo pego a las manos, ¿está bien?.
Miguel asintió. Se puso de pie, y acompañado de una regla, se acercó al hueco. Uno a uno, los compañeros se dieron cuenta de lo que estaba tramando. Se chistaron entre ellos para que observaran el evento, le chistaron a él para advertirle, pero Miguel no oía más que el latir acelerado de su corazón.
Se arrodilló junto a la pared. Metió la regla de 15 cm.transparente (el tamaño justo para la cartuchera), hasta que tocó el lápiz, e hizo palanca. Al primer intento, falló. Los chicos del fondo se pusieron de pie, alentándolo. Claudia intentaba hacer que todos volvieran a su lugar, pero era en vano.
Al segundo intento, la punta del lápiz asomó y Miguel la atrapó entre sus pequeños dedos. Tiró y lo sacó. Como si hubiera alzado la copa del mundo, los alumnos irrumpieron en víctores y aplausos. Claudia gritaba "silencio" una y otra vez, y ya nadie la escuchaba.
Miguel, asombrado, se sentó en su banco y miró su hoja. Notó el error que había cometido en la última cuenta y lo arregló, en el instante en que Claudia llegaba a su lado, lo tomaba del brazo y lo llevaba a la dirección, frente a un grupo de 20 niños desquiciados.



Miguel obtuvo un diez en su prueba y tuvo que explicar, sin entender, lo que había ocurrido.

Ya han pasado 20 años desde ese día. El lápiz volvió a su rincón, Miguel lo dejó ahí después de que sus compañeros le contaran toda la historia (y que Joaquin le devolviera el sacapuntas).

Los niños de 2º B hoy cuentan una nueva leyenda épica: hablan del lápiz encantado y del pequeño niño despistado que se atrevió a sacarlo.

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